20241227

 filipina

"Una mujer filipina de una familia noble de habla española durante la época Española "

Los Americanos de Estados Unidos, exterminaron a más de 3 millones de filipinos, desde 1899 a 1902, principalmente filipinos que hablaban español y eran cultos para asentar su nueva colonia “anglosajona” Según el periodista político estadounidense James B. Goodno, el número de hombres, mujeres y niños civiles filipinos que perecieron como consecuencia directa de los enfrentamientos sobrepasó la sexta parte de la población del país (murieron entre 1,5 millones y 2,5 millones) Este acontecimiento se denominó «Genocidio filipino»; la represión estadounidense fue feroz y prolongada hasta 1907 (y hay quien dice hasta 1913)La justificación de este genocidio fue considerada legítima sobre una raza inferior (la filipina), que había que colonizar y explotar .
Pese a ello, solo un siglo después de la salida de España, en Filipinas hay solo dos idiomas oficiales, el filipino y el inglés, y se ha borrado toda presencia ibérica de los libros de historia.
Así exterminó el ejército de Estados Unidos todo rastro de la herencia española en Filipinas ABC para mas información
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Nota de este bloggeer: De este modo "tan "bonito", fue como los p-tos yankees construyeron su país, masacrando a los indígenas, esclavizando a los africanos y matando filipinos... entre otras lindezas. ¿Qué se puede esperar de un país que ha sido creado así? Lo único que se puede esperar es que sean lo que son... UNOS HIJODP-UTA.



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20241221

 

«El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida,
no sabía leer ni escribir».
Discurso de aceptación del Premio, ante la Academia sueca 1998
José Saramago:
El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo.

Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.

Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.

Ayudé, muchas veces, a éste mi abuelo Jerónimo, en sus andanzas de pastor, cavé, muchas veces, la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera".

Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.
Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba.
En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la vía lactea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea.

Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?". Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas.

En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.

Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza".

Pensaba, entonces, que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras.

Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.
Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir".

No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.



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20241217

 

Era una tarde cualquiera en un supermercado de barrio, uno de esos lugares pequeños donde los vecinos se cruzan y se saludan con un “hola” o un “qué tal”. El murmullo de las conversaciones llenaba el aire mientras familias compraban el pan, el aceite o algo para la cena. Revisaba mi lista de compras cuando una voz suave y algo temblorosa me sacó de mis pensamientos.

— Joven, ¿podrías ayudarme a ver la fecha de caducidad de esta margarina? Es que sin mis gafas no consigo leerla, y las he dejado en casa.
Me giré y vi a un hombre mayor, encorvado, con un abrigo desgastado. Sostenía una caja pequeña de margarina, ofreciéndomela con una mezcla de timidez y esperanza.
— Claro, no hay problema, — le dije mientras tomaba el paquete y me acercaba para leer las letras pequeñas. — Es válida hasta el 15 de abril del próximo año.
— Muchas gracias, hijo, — respondió con un suspiro de alivio, tomando el paquete con manos temblorosas.
Al mirar el precio, algo en mi interior se quebró. Era la margarina más barata del estante. Dudé un momento antes de proponer tímidamente:
— ¿Seguro que no prefiere llevar mantequilla? Es más saludable y está ahí, un poco más arriba.
El hombre me dedicó una sonrisa amarga, resignada.
— Lo sé, hijo, pero esta es la que puedo pagar.
Dejó la margarina en su carrito, donde apenas había unos pocos productos: una barra de pan barato, una bolsa pequeña de arroz, tres patatas. Lo observé mientras seguía recorriendo los pasillos. Se detenía en cada estante, mirando los precios con detenimiento, sacando de su monedero viejas monedas de céntimo, como si calcular cada gasto fuera un desafío.
Sentí un nudo en el estómago. Recordé a mi abuelo, que vivía en un pequeño pueblo y también contaba cada céntimo después de jubilarse. Esa misma mañana me había quejado con mi mujer, Carmen, de que no teníamos suficiente dinero ahorrado para irnos de vacaciones a Mallorca. Pero ahora, viendo a este hombre, mis preocupaciones me parecían ridículas.
Sin pensarlo mucho, tomé un carrito y empecé a llenarlo: aceite de oliva, queso manchego, verduras frescas, frutas, huevos, leche, carne. Cuando lo vi dirigirse a la caja, ya había pagado mis compras y corrí tras él.
— ¡Disculpe, señor, por favor!
Se detuvo, sorprendido, y se giró hacia mí.
— ¿Pasa algo?
— Nada, nada malo, — respondí con una sonrisa mientras le ofrecía las bolsas llenas de comida. — Esto es para usted.
Sus ojos se abrieron con incredulidad.
— Pero… no puedo aceptar esto, es demasiado. Tienes tu familia, joven, y seguro que lo necesitas más.
— No se preocupe, no es problema para mí. Por favor, acéptelo, de verdad.
El hombre vaciló un momento, pero al final tomó las bolsas, sus manos temblorosas agarrándolas con cuidado.
— ¿Cómo te llamas, hijo?
— David, — le respondí con una sonrisa. — ¿Y usted?
— José, — dijo suavemente. — No sé cómo agradecerte, David. Ya casi nadie se detiene a ayudar.
— ¿Le puedo acompañar a casa? Así no tiene que cargar con las bolsas.
Se quedó pensativo un instante, pero finalmente aceptó. Durante el trayecto, compartió un poco de su historia conmigo.
— Mi esposa, María, falleció hace siete años. Era una mujer increíble, llena de vida. Ahora… ahora estoy solo. Mi hijo vive en Alemania, trabajando y hace meses que no sé nada de él.
Cada palabra parecía pesar más que la anterior. Llegamos a un bloque de apartamentos viejos, en las afueras de la ciudad. Le ayudé a llevar las bolsas hasta la puerta de su pequeño piso.
— Gracias, David. Lo que has hecho por mí hoy… no lo olvidaré nunca.
Antes de irme, deslicé discretamente algunos billetes en el bolsillo de su abrigo.
Cuando volví a casa, Carmen me estaba esperando con una expresión de impaciencia.
— ¿Dónde estabas? He estado sola con los niños todo este rato.
— Lo siento, se me hizo tarde, — le respondí mientras me quitaba la chaqueta.
— ¿Reservaste los billetes para las vacaciones?
La miré y sonreí con tranquilidad.
— No todavía. Hoy hice algo más importante.
Esa noche, mientras me sentaba en el sofá, me di cuenta de que el encuentro con José había cambiado algo en mí. A veces, un gesto sencillo puede marcar la diferencia en la vida de otra persona. Y me prometí no quedarme ahí. Volvería a buscarle, para asegurarme de que no estuviera solo en este mundo tan apresurado.
Nunca nos cansemos de hacer el bien a nuestro prójimo cuando tengamos la oportunidad.
A veces un par de pesetas o leuros de estos nuevos, pueden hacer mucha diferencia en sus vidas y, sobre todo, la atención que se le presta le sirve para sentirse todavía vivos y tomados en cuenta en medio de una sociedad cada día más materialista.

Queridos amigos... FELIZ NAVIDAD.
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Origen de la palabra Español
Según la Real Academia de la Lengua Española, la palabra “español” procede del provenzal “espaignol” y esta del latín medieval “hispaniolus” que significa “de Hispania”, que así es como llamaban los romanos a España.
Adquirió gran importancia con la expansión de Roma,​ y fue lengua oficial del Imperio romano en gran parte de Europa, África septentrional y Oriente Próximo, junto con el griego. Como las demás lenguas indoeuropeas.
Ahora bien, remontémonos a los orígenes de nuestro idioma. Al igual que el portugués, provenzal, francés, italiano y retrorromano, el español proviene del latín, ya que, la mayor parte de la Península Ibérica fue conquistada por Roma y formaba parte de su imperio, como muchos otros territorios europeos.

Tras la caída del imperio romano, en el siglo V, la influencia del latín culto fue disminuyendo poco a poco entre la gente, pues además ya se hablaba un latín vulgar, es decir, diferente en fonética, sintaxis y léxico.
En este contexto donde surgen las deformaciones del latín, nace el “romance castellano”, típico de la región que dio origen al Reino de Castilla y que se expandió por toda la península durante la Edad Media.
El alfabeto latino, derivado del alfabeto griego (en sí derivado del alfabeto fenicio), es ampliamente el alfabeto más usado del mundo con diversas variantes de unas lenguas a otras.
El estudio del latín, junto con el del griego clásico, es parte de los llamados estudios clásicos, y aproximadamente hasta los años 1970 fue estudio casi imprescindible en las humanidades.
Hasta el día de hoy, en países como Alemania, en los Gymnasien se enseña latín o griego junto a lenguas modernas.
Pero la creación de un idioma español estándar, basado en el dialecto castellano, comenzó en el año 1200 con el rey Alfonso X. Él y su corte de eruditos adoptaron la ciudad de Toledo como la base de sus actividades.
Ahí, se escribieron obras originales en castellano y tradujeron historias, crónicas y obras científicas, jurídicas y literarias de otros idiomas (principalmente de latín, griego).
Este esfuerzo histórico de traducción fue un vehículo importantísimo para la diseminación del conocimiento en la Europa occidental antigua.
Alfonso X también adoptó el castellano para el trabajo administrativo y todos los documentos y decretos oficiales.
Durante el reinado de los monarcas católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, el dialecto castellano de España ganó amplia aceptación tras completar la Reconquista de España en 1492, donde hicieron del castellano el idioma oficial en su reino.
En ese mismo año, apareció un libro muy importante: “Grammatica” de Antonio de Nebrija, ya que fue el primer tratado para estudiar e intentar definir la gramática de un idioma europeo.


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