El susurro de la casa vacía
Había una casa al borde del pueblo que todos evitaban. Sus paredes, llenas de grietas, parecían inclinarse bajo el peso de los años. Nadie pasaba cerca de ella, especialmente por las noches, cuando los vientos susurraban entre las tablas rotas y las sombras se alargaban en los caminos polvorientos. La gente del pueblo decía que la casa estaba maldita, pero lo que más temían no era la casa en sí, sino la mujer que vivía dentro.
Doña Eulalia, la anciana que había habitado aquella casa durante décadas, era conocida por todos, pero amada por ninguno. Desde que era joven, siempre había sido una figura sombría, apartada, con un carácter huraño y amargo. Se decía que tenía una mirada que podía cortar el alma de quien la cruzara. Los niños la llamaban "la bruja", y los adultos la ignoraban o hablaban mal de ella a sus espaldas. La odiaban sin motivo claro, tal vez por miedo o simplemente porque no encajaba en sus vidas.
A medida que envejecía, su aislamiento se volvió absoluto. Nadie le hablaba, nadie la visitaba. Los días y las noches se fundían en uno solo en su casa vacía, donde solo los recuerdos y el eco de sus propios pasos le hacían compañía. Su familia la había abandonado hacía muchos años, alegando que era "difícil" y "tóxica". Sus hijos, ahora adultos, se habían marchado sin mirar atrás, dejando a Eulalia sola en el ocaso de su vida.
Con el paso del tiempo, los rumores crecieron. Decían que la casa estaba embrujada, que los espíritus de aquellos que la anciana había maldecido caminaban por los pasillos en busca de venganza. Los niños corrían cuando pasaban cerca, y los vecinos susurraban sobre cómo se escuchaban extraños gemidos por la noche. Pero la verdad era mucho más simple y triste: aquellos sonidos eran solo el llanto de una mujer rota, consumida por el dolor y el abandono.
Doña Eulalia pasaba sus días frente a una ventana rota, mirando el mundo desde una distancia que parecía infinita. Recordaba con amargura los rostros de aquellos que una vez la habían querido. Las promesas de sus hijos, que juraron que siempre la cuidarían, se desvanecieron en su memoria como humo en el viento. Su vida había sido una sucesión de traiciones y soledades, y ahora, en su vejez, solo quedaba el odio que sentía por aquellos que la habían olvidado.
Una noche, mientras el viento rugía con fuerza, Eulalia se sintió más débil que nunca. El frío se filtraba por las grietas de la casa, y su cuerpo, frágil y envejecido, temblaba bajo la delgada manta que la cubría. El dolor en sus huesos era insoportable, pero más grande aún era el vacío en su corazón. Entre sollozos, levantó la mirada hacia el techo y habló al vacío, a nadie en particular: “¿Por qué me han dejado? ¿Por qué todos me odian?”
El silencio fue su única respuesta.
Esa noche, la muerte vino a buscarla. Nadie lo notó, ni los vecinos, ni sus hijos, ni siquiera los que la difamaban en el pueblo. Murió sola, en una casa fría y vacía, con el rostro marcado por las lágrimas de una vida llena de rechazo.
Pero la historia no terminó ahí.
Días después, los aldeanos comenzaron a notar algo extraño. La casa de Doña Eulalia, que siempre había estado en ruinas, parecía diferente. Las ventanas rotas reflejaban una luz extraña, y en las noches, se decía que podían verse sombras moviéndose dentro de la casa. Algunos afirmaban haber visto la figura de la anciana asomada a la ventana, mirando hacia el pueblo con ojos llenos de tristeza.
Un hombre, valiente o imprudente, decidió entrar a la casa para comprobar si la anciana seguía viva. Al cruzar el umbral, lo envolvió un frío glacial. La casa olía a humedad y abandono, pero lo que más le impactó fue el eco del silencio. Caminó hacia la sala principal y allí, en una silla junto a la ventana, encontró el cuerpo sin vida de Doña Eulalia.
Su rostro estaba sereno, pero sus ojos, aún abiertos, parecían mirar directamente a él. Un escalofrío recorrió su espalda cuando escuchó un susurro: "¿Por qué me han dejado?"
El hombre salió corriendo, pero no habló de lo que había visto.
Con el tiempo, la casa de Doña Eulalia se convirtió en un lugar de leyendas. Decían que su espíritu, atrapado por el odio y el dolor de una vida de abandono, seguía vagando por los pasillos, buscando a aquellos que la habían olvidado. A veces, en las noches más frías, se podía escuchar un llanto suave, como el de una mujer rota, preguntando al viento por qué había sido odiada y dejada atrás.
El pueblo seguía adelante, pero la sombra de Doña Eulalia siempre permaneció, recordando a todos que el verdadero terror no es el mal, sino la soledad de un corazón olvidado.
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