20251026

Durante el rodaje de La lista de Schindler (1993), Steven Spielberg llevaba un dolor que pocos podían entender. Cada día, en el set de Cracovia, rodeado de los fantasmas del Holocausto, veía a sus actores recrear una de las horas más oscuras de la humanidad: madres separadas de sus hijos, el humo saliendo de las chimeneas, la esperanza desvaneciéndose en un mundo en blanco y negro. Cuando las cámaras se detenían, el silencio lo seguía hasta su casa. «Sentía que vivía dentro de la tragedia», confesó alguna vez Spielberg. «La frontera entre el pasado y el presente empezaba a borrarse.» Y entonces sonaba el teléfono. «¡Helloooooo! ¡Aquí llega tu dosis diaria de locura!» Era la voz inconfundible de Robin Williams, estallando en el auricular como un rayo de sol rompiendo las nubes. Robin nunca preguntaba cómo estaba Spielberg — ya lo sabía. En lugar de eso, atacaba la tristeza con la risa. A veces, era un sketch improvisado sobre pingüinos abriendo una sandwichería en Polonia. Otras veces, eran decenas de voces absurdas discutiendo quién sería el asistente de Spielberg. «Robin tenía un radar para la tristeza», recordaría después Spielberg. «Sentía cuando yo me hundía demasiado… y entonces aparecía, de la nada, con alegría.» Las llamadas nunca estaban planeadas. Llegaban a horas extrañas — medianoche, el amanecer, entre sesiones de montaje — como si el corazón de Robin supiera instintivamente cuándo su amigo necesitaba volver a reír. Spielberg solía empezar la conversación en silencio, con los hombros pesados, y terminaba riendo tan fuerte que apenas podía respirar. «A veces, recordaba, reía hasta llorar. Y ese era precisamente el propósito — recordarme que aún podía sentir algo más que dolor.» Una noche, después de filmar la dura escena de la liquidación del gueto de Cracovia, Spielberg se aisló, emocionalmente agotado. El teléfono volvió a sonar. Robin ni siquiera dijo hola: comenzó directamente un sketch sobre dos elefantes de circo tratando de formar una banda de jazz. — «¡Larry, tu trompa está desafinada!» — «¡Tal vez porque tocas la tuba con las narices!» Durante diez minutos, Spielberg rió hasta que las lágrimas que corrían por su rostro ya no eran de tristeza. «Robin, no tienes idea de lo que acabas de hacer por mí», le dijo. «Oh, creo que sí», respondió Robin suavemente. «Hasta Dios necesita reír después de mirar el mundo por demasiado tiempo.» A la mañana siguiente, Spielberg regresó al set más ligero — no porque el mundo hubiera cambiado, sino porque su amigo le había recordado que aún quedaba calor dentro de él. Años más tarde, Spielberg diría: «Las llamadas de Robin no eran entretenimiento — eran misiones de rescate. Cada vez se sumergía en la oscuridad para sacarme de ella.» Su amistad se convirtió en una lección silenciosa de compasión: a veces, el amor no se muestra con grandes discursos ni promesas solemnes. A veces se presenta simplemente como una voz al otro lado del teléfono que dice: «Oye, amigo… ¿y si buscamos un poco de luz esta noche?» Y para Steven Spielberg, esos momentos fueron la prueba de algo profundo: que la risa, cuando se ofrece con amor, puede ser un salvavidas — incluso a la sombra de la Historia. ❤️

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