𝗦𝗢𝗕𝗥𝗔𝗡 𝗟𝗢𝗦 𝗣𝗘𝗤𝗨𝗘Ñ𝗢𝗦
Entré en un bar pequeñito y pedí agua con gas.
–No me queda, dijo la muchacha.
Sonreí. –Pónmela normal, pero fresca a ser posible.
–Fresca no, es del tiempo. Volví a sonreír.
–No te preocupes, ponme una caña con unas aceitunas. Tampoco había...
–Ponme lo que tengas, a mí me gusta todo.
Alcanzó una lata de mejillones.
–¿Un poquito de limón es posible?.
No se atrevía a contestarme, por vergüenza. Buscaba la forma de decirme que tampoco tenía un limón y que pareciera fortuito.
Gracias que había podido pinchar un barril este mes y que veríamos a ver cuando se lo pagaba al proveedor de cerveza. De pronto caí en la cuenta de todo eso y le dije: -No quiero limón, no te preocupes, así está todo muy bien.
Ella disimulaba la afrenta de no poder ofrecerme todo lo que hace falta para que un cliente quede satisfecho y vuelva otro día.
Eso es lo que ocurre con los negocios pequeños, que son el pez que se muerde la cola. Si no tengo no vuelves y si no vuelves no tengo.
Ahora no se perdona nada a un negocio. Lo queremos todo de lujo porque pagamos, y eso nos da derecho a pedir por nuestra boca.
Pero por encima de todo está la humanidad y la razón en un mundo de multinacionales, de centros comerciales, de franquicias preciosas, en un mundo de lujo donde no nos falta detalle.
Por encima de todo está frecuentar, de vez en cuando, esos lugares pequeñitos que se hunden en una sociedad apática.
Hacía mucho tiempo que no me sentía tan a gusto en un lugar.
Es difícil encontrar sitios tan hermosos, donde uno se siente de pronto como en casa, porque en casa no lo hemos tenido mucho más fácil.
Volveré cada día que pueda, y recomendaré ese y tantos establecimientos pequeñitos donde uno entra y no hay casi de nada, pero lo que no falta es dignidad y fortaleza para seguir adelante en un mundo donde empezamos a sobrar los más pequeños.
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