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Los niños se van a dar cuenta —murmuró—. Es mejor que esta noche dejes la puerta sin tranca.
Arcadio la esperó aquella noche tiritando de fiebre en la hamaca.
Esperó sin dormir, oyendo los grillos alborotados de la madrugada sin término y el horario implacable de los alcaravanes, cada vez más convencido de que lo habían engañado.
De pronto, cuando la ansiedad se había descompuesto en rabia, la puerta se abrió.
Pocos meses después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de revivir los pasos perdidos en el salón de clases, los tropiezos contra los escaños y, por último, la densidad de un cuerpo en las tinieblas del cuarto y los latidos del aire bombeado por un corazón que no era el suyo.
Extendió la mano y encontró otra mano con dos sortijas en un mismo dedo, que estaba a punto de naufragar en la oscuridad. Sintió la nervadura de sus venas, el pulso de su infortunio, y sintió la palma húmeda con la línea de la vida tronchada en la base del pulgar por el zarpazo de la muerte.
Entonces comprendió que no era esa la mujer que esperaba, porque no olía a humo sino a brillantina de florecitas, y tenía los senos inflados y ciegos con pezones de hombre, y el sexo pétreo y redondo como una nuez, y la ternura caótica de la inexperiencia exaltada.
Era virgen y tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la había visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y nunca se había fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno.
Pero desde aquel día se enroscó como un gato al calor de su axila.
Ella iba a la escuela a la hora de la siesta, con el consentimiento de sus padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la otra mitad de sus ahorros.
Más tarde, cuando las tropas del gobierno los desalojaron del local, se amaban entre las latas de manteca y los sacos de maíz de la trastienda.
Por la época en que Arcadio fue nombrado jefe civil y militar, tuvieron una hija.
Cien años de soledad, Gabriel José García Márquez
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