Después de un exitoso periplo por Francia y Roma, Antonio regresa a la tierra que le vio nacer y que siempre llevo con nostalgia en el corazón, Sevilla. Aquí recibe el encargo de tallar una talla en honor al capitán Luis Daoíz, en pleno centro histórico de la ciudad, Plaza de la Gavidia.
Esta imagen sería el primer gran encargo de toda la serie de esculturas que vendrían a continuación. En la Plaza del Duque, Diego Rodríguez de Silva y Velázquez sostiene su paleta y pinceles compartiendo protagonismo con altas palmeras del entorno.
Los Duques de Montpensier, su gran valedor, le encargan doce imágenes de personajes ilustres sevillanos para su palacio de San Telmo, después vendrían el monumento a Miguel de Mañara, etc. etc.
El maestro, enamorado de una preciosa joven se casa con 23 años, muriendo ella de tuberculosis al año y medio de los desposorios, sumiendo Antonio en una gran tristeza que solo pudo paliar dedicándose por completo a su trabajo, entre otras cosas a fraguar ese imponente crucificado que ahora tenía delante, para demostrar al círculo de imagineros de la época y a las distintas hermandades, que a él también le podían hacer encargos de imágenes que posesionaran por su Sevilla, que era la gran espinita clavada en su corazón.
Pasado 15 años se vuelve a enamorar perdidamente de una joven malagueña, pero ya no sería lo mismo. Esta mujer déspota y ambiciosa, quiso sacar desde el principio el máximo partido a la posición ventajosa de su marido, artista muy conocido y bien pagado. Lo presionaba para que trabajara más y por mejores cantidades, lo ninguneaba con tremendos gastos y peticiones e incluso menospreciaba su oficio llamándolo “albañil de muñecos” despectivamente. Antonio aguantaba estoicamente la situación, a pesar de que le habían llegado rumores de la infidelidad de su esposa.
Se encontraba Antonio paseando por las calles limítrofes a su domicilio y taller, cuando un vecino se le acercó comentandole:
- - Maestro es muy duro lo que le voy a decir, pero tengo tanta admiración por usted y su obra que no se lo puedo ocultar. Su esposa, en estos momentos, le está siendo infiel en su propio taller.
Antonio, con los ojos desencajados, corrió presuroso en dirección a su casa. Al llegar comprobó como un joven aprendiz suyo salía por la ventana de un cuarto trastero que disponía el taller. Entrando en él, de una patada abrió la puerta de cuartillo, encontrándose a su esposa que intentaba arreglarse las ropas.
- - ¿Se puede saber que estás haciendo? ¡Adultera! - Grito el maestro indignado.
- - ¡Lo que a ti no te importa, albañil de pacotilla! ¡Te debería de dar vergüenza! ¿Sabes por qué no procesiona en Sevilla una imagen tuya? Porque solo sabes hacer muñecos bastos y feos. Mira, para una vez que haces un Cristo te has equivocado y le has puesto los pies malamente ¡Desgraciado!
Antonio agacho la cabeza y comenzó a llorar amargamente, mientras ella salía del estudio dando un fuerte portazo, encaminándose seguidamente al dormitorio de la casa.
De que serviría explicarle que aquellos pies no era un error. Que tenía hecho más de 10 bocetos todos de la misma manera, que era su forma de llamar la atención para que los gremios y hermandades se fijaran en su obra, en la impresionante cabeza de su Cristo, en la profundidad de su garganta, cincelada anatómicamente según las instrucciones de un médico amigo suyo.
El maestro, lleno de ira y de impotencia se dirigió a un viejo secreter y abriendo un cajón extrajo un revólver de pequeño calibre, con él en la mano, se dirigió a la casa dispuesto a hacer una locura con aquella mujer, pero su mirada se cruzó por un momento con la de su Cristo crucificado, metiéndose el arma en el bolsillo del gabán cayó de rodilla y comenzó a rezar.
De pronto, se incorpora y emprende el camino hacia las vías del tren que iba de la Barqueta a San Jerónimo, con la decisión de arrojarse a la muerte. Cuando llega al lugar le asaltan los reparos, posiblemente se le vino a la cabeza la imagen de su cuerpo despedazado esparcido por la vías, en su debatir interno su mano choca con el bolsillo del gabán, introduce la mano en él y saca el frío revolver, del que ya se había olvidado, mira a su alrededor y ve dos grandes pilas de vigas de madera usada para los travesaños de los rieles, se introduce entre los dos montículos y apoyando el cañón en su barbilla ………………. aprieta el gatillo.
Nadie observa la escena. Lo encuentran al día siguiente como a un vagabundo que ha pasado a mejor vida. Antonio Susillo se ha ido, como suele pasa con todos los suicidas, cumpliendo su plena voluntad, sin que nadie pudiera asimilar la terrible decisión tomada.
Por supuesto, la iglesia no permite el enterramiento en Campo Santo de un suicida, teniendo sus importantes amistades que convencer a la curia para que permitieran dicho enterramiento, aludiendo que el hecho del suicidio había sido motivado por el sentimiento de culpa en su sentir cristiano, al haberse “equivocado con los pies del Señor” lo que le produjo una neurosis depresiva. Leyenda esta que aún se perpetúa en nuestros días.
Antonio Susillo lo enterraron el día 23 de diciembre de 1896 en el cementerio de San Fernando en una tumba corriente y sencilla. Por una razón o por otra, el ayuntamiento tarda diez años en responder a lo que era un clamor popular, construir un monumento funerario acorde a tal genio sevillano.
Por fin, justo en la rotonda de entrada del cementerio se construye un calvario de piedra con un pequeño osario excavado en su base, colocándose encima su obra de Cristo Crucificado.
Al poco tiempo de la inauguración, los visitantes del cementerio de San Fernando observaron maravillados como del rostro del crucificado parecía brotar pura miel, de lo que parecía ser un milagro. Pero lo que realmente ocurría es que las muchas abejas que habitaban el cementerio habían hecho un panal en la profunda garganta del Señor. Desde entonces se le conoce como el Cristo de las Mieles.
El prolífico imaginero Castillo Lastrucci, junto con otros discípulos, realiza una mascarilla del rostro del artista el día posterior a su muerte, mascarilla funeraria que hoy posee la Hermandad de la Amargura de Sevilla, cuya imagen tiene las manos esculpidas por el maestro Susillo tras el trágico incendio de 1893, única imagen procesional que lleva algo del insigne escultor.
Esta leyenda está narrada y novelada por mí, ajustándose en todo momento a los relatos históricos conservados en diferentes archivos de la ciudad de Sevilla..
Manuel G. Ponce